Es natural para la especie humana, procurarse desesperadamente una
autoimagen, sino perfecta al menos ejemplar. Se podría decir que crear esta
impresión en los demás es casi una obsesión permanente de toda criaturita
descendiente del homo sapiens, parecer una buena persona, inteligente,
bondadosa, coherente, atractiva, justa, divertida, etc. Si no todas, al menos
una o varias de las anteriores. Es en
este momento en el que, suponiendo que algún hipotético lector está por
aburrimiento, interés o lo que sea que le haya movido a empezar a leer esta
reflexión, debería ya empezar a sentirse incómodo, sorpresivamente
desinteresado; no creo que se sienta identificado, no es su caso. Uno sí puede
ser genuinamente bueno, inteligente, bondadoso, coherente, atractivo, justo,
divertido, etc. “Además te equivocas Zê, uno no lo hace para aparentar, porque
uno es especial, distinto”.
Fascinante.
Sin embargo, dada la misma naturaleza humana y su incipiente desarrollo
moral, creo con cierta firmeza que es virtualmente imposible SER todas o
siquiera una de estas características de forma total. No vamos a entrar en
detalles ni en discusiones subjetivas sobre la naturaleza moral de nuestra
genuina bondad, pero no podemos negar que lo que se ha evidenciado a lo largo
de la historia humana hasta el día de hoy, es que más importante que ser, ha
sido para esta especie: Parecer. Por eso nos molesta cuando alguien señala las
recurrentes disonancias cognitivas en las que incurrimos con tal de mantener
firme y digno lo que la teoría psicoanalítica de Freud llama Superego, máximo
defensor de nuestra conducta moral; sorteando cualquier obstáculo conceptual
que amenace nuestro delicado constructo social. Con lo cual, podríamos afirmar
que lejos de procurarnos la verdad sobre cualquier principio de la vida,
incluso soslayando cualquier evidencia científica, buscaremos siempre la verdad
que se ajuste a nuestro propio constructo social, relativizando cualquier
concepto que intente amenazar la imagen que queremos que vean de nosotros. Es
de vital importancia para nosotros, encontrar la coherencia necesaria que conecte
lo que creemos que somos con la imagen que queremos proyectar en los demás; es
por esto que necesitamos como nuestros pulmones el aire, racionalizar nuestra
conducta para que se ajuste a este imaginario individual con el que
desesperadamente perseguimos identificarnos.
Te propongo una “salida” psicológica que te podría permitir solucionar con
alguna dignidad, estas disonancias cognitivas personales.
¿Qué te parece si decides construir una autoimagen un poco por debajo de
los estándares exigidos por el buen cristianismo, o el ‘buenpersonismo’?
Imagina que no tienes que ser perfecto para ir al cielo cuando desparezca
tu sombra de la faz de este planeta, imagina que Dios no está allá con una Tablet
contando tus pecados, tus errores, tus desaciertos, tu… humanidad. Imagina que
con al menos no ser un hijo de puta consumado; una criaturita envidiosa y
perversa todo el tiempo o un miserable que le gusta hacer la vida de otros,
miserable por lo menos una parte del día, podrías aspirar a ser aceptado en ese
reino improbable de la vida eterna en el que crees; ¿Qué tal si te permites
equivocarte de vez en cuando, aceptarlo y reconocerlo (y aprender de ello), si
eres capaz de creer que la Divinidad pueda comprender con menor rigurosidad
moral la naturaleza humana que tienes como herencia genética? ¿Quién sabe si
Dios comprenda con su relativa tranquilidad celestial, que estamos lejos de ser
perfectos y que finalmente dentro de ti haya algo de bondad mezclada con
maldad? Es más, iré más lejos ¿Qué tal que no sea Dios quien esté allá arriba
vigilándote con su laptop y un archivo de Excel acumulando cada cagada, cada
mala decisión, cada acto de egoísmo para enviarte al infierno; sino que seas tú
mismo y tu propio subconsciente cuyo aparato psíquico te programó para creer
eso? Quién sabe si a lo mejor ese Dios bondadoso sí es bondadoso y magnánimo. A
lo mejor nuestra misión no es ser perfectos sino aprender de nuestros errores y
evolucionar.
Qué tal que sí.