Vivimos en la era de las certificaciones de calidad; si antes la iglesia
determinaba quién se iba al cielo y quién no, ahora contamos con conceptos
mucho más importantes que la salvación: Los estándares de calidad, lo que decide
cuál negocio es excelente y cuál no. Y como cualquier negocio lucrativo que se
respete, “La Educación” no podía quedarse atrás. Estas empresas certificadoras,
encontraron una veta de oro que explotan de forma ingeniosa constantemente cada
colegio, cada universidad que quisiera acercarse al ranking de calidad
establecido por sus sagradas normas; normas que, por cierto, fueron escritas
por una pléyade de ingenieros con doctorados en procesos, quienes empaquetaron
la calidad académica en sus mentefactos conceptuales, debe someterse al escrutinio
sagrado de la nueva Inquisición de las ciencias exactas y sus preciosos sellos
de calidad: SGS Colombia, Icontec, Bureau Veritas y la Corporación Colombia
Internacional. Un negocio millonario que maneja los destinos de la calidad
educativa en Colombia. No conozco la ruta técnica para certificar instituciones
que forman individuos emocionalmente maduros, psicológicamente sanos;
individuos capacitados para transitar armónicamente entre normas de convivencia
e interacciones sociales aceptables;
individuos capaces de conectarse pacíficamente con otros de distintas culturas
a las que pertenecen, pero la evidencia empírica nos muestra que la calidad educativa
certificada va por un lado y el comportamiento social e individual de la
materia prima egresada de nuestras Alma Mater y la fábrica de ciudadanos que
son nuestros colegios, va por otra.
Las redes sociales, los noticieros y periódicos, evidencian una sociedad fragmentada
pero primorosamente enmarcada de individuos egresados de instituciones “educativas”
de alta calidad.